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Viva Fifty

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Soy delgada por naturaleza y ¡merezco respeto!

A lo largo de mi vida me han cuestionado por todo tipo de temas: que si estoy soltera, que no se puede vivir del arte, que si bebo o no bebo alcohol y hasta que ser hija única me hace extraña. En cada etapa vivida en mis 32 años, siempre hubo una pregunta molesta o una conclusión idiota. Pero hay una cosa que me ha perseguido desde que nací: “Sos demasiado flaca”, “Tenés que comer más”, “Te vas a quebrar”.


Cuando digo desde que nací, es literal: la razón por la que mi madre me tuvo por parto natural 20 días antes y sin estar en la posición correcta, es que era muy pequeña. 1.900 kg y sanita. Pero el número era lo importante para los otros, aquellos que aún creen que “nene gordo es nene sano”.

Siempre he comido y siempre he sido muy delgada, lo cual no es un problema para mí, pero de algún modo los demás no pueden tolerarlo. “Mirá lo chiquita que sos”, “La nena está muy flaquita”. Se volvió una carga y mi carta de presentación. Tarde o temprano, cualquiera que recién me conocía pronto tenía que decir algo al respecto. Un escaneo con la mirada, siempre con un dejo de asco en los ojos, para dar una sentencia sobre el tamaño de mi cuerpo. Mi problema no es ser flaca: mi problema es que los demás tengan un problema con esto.

De niña, las reuniones sociales con gente mayor podían ser una pesadilla cuando llegaba el momento de comer. Como “la nena está muy flaca”, todos fijaban sus ojos en mí: a ver qué comía y cuánto comía. El escrutinio me ponía nerviosa y no podía pasar bocado. El resultado hacía que los otros confirmaran su teoría. Aún así, el problema seguían siendo los otros.

En mi casa siempre comía.

No me daba atracones ni me devorada los platos, pero comía bien y estaba saludable, muy a pesar de los demás. No amaba la comida porque la relacionaba con el eterno hostigamiento de la gente, pero definitivamente comía.

Algunos pediatras tampoco ayudaban: debían lanzar una teoría sobre mi peso. Como mis exámenes daban bien, le decían a mi madre que me llevara al psicólogo, tal vez tuviera anorexia. ¿En serio? ¿A los 7 años? No, doctor, no tenía nada. Solo comía y no engordaba. Años más tarde, una médica más lúcida me hizo un análisis para ver si mi delgadez no se debía a la enfermedad celíaca. No soy celíaca, pero me pregunto qué hubieran dicho todos los opinólogos si así fuera. Después me recomendó ir a una nutricionista cuando yo le dije que quería engordar un poco y no podía. Eso hice y no engordé, pero al menos nadie me dijo que estaba enferma con solo mirarme.

“Cuando te conocí pensé que eras anoréxica, pero después vi que tu pelo brillaba y me di cuenta que no lo eras”, me dijo una vez una compañera de trabajo. En frente de todos.

“Querida, ¿pero vos comés?”, me lanzó una vecina durante un viaje en ascensor. ¿Qué debía responder a eso? Nada. Porque nunca he sido capaz de dar una respuesta cuando me dicen estas cosas. Me quedo en blanco, estupefacta pese a la costumbre.

“Sarasqueta, tenés que comer más, parecés una desnutrida”, me dijo un jefe hace algunos años frente a mis compañeros. Él, que era tan delgado como yo, pero es que a los hombres no se les cuestiona ser muy flacos. De todo lo que me han dicho, esto fue lo peor. Y no es hasta este momento que lo pongo en texto escrito que noto hasta qué punto fue humillante. ¿Desnutrida? ¿En serio? ¿No es un poco fuerte? Y la razón por la que no le respondí no fue porque era mi jefe, sino porque me tomó por sorpresa y no supe reaccionar.

Pero esto de ser muy delgada no se quedó en las palabras. En numerosas ocasiones me han tomado el brazo para analizarlo y medirme la muñeca, demasiado pequeña, aparentemente. “Mirá lo que es, no lo puedo creer”, me decían mientras calculaban con los dedos las dimensiones, ante su nueva atracción de circo. “¡Te vas a quebrar!”, sentenciaban con cara de asombro mis compañeras de facultad.

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Todo el que me conoce tiene algo que decir al respecto, un montón de cosas que no dirían jamás si yo fuera obesa. Sin embargo, la mayoría de la gente se calla y deja de lado el tema cuando me ve comer. Y ahí pasan a la segunda etapa: el descubrimiento de que efectivamente como y no engordo.

Afortunadamente todo esto nunca derivó en un trastorno alimenticio. Aún así, mi relación con la comida fue cambiando. En algún momento de mis 20 empecé a disfrutar más de comer, tal vez porque la adultez me había quitado de encima a algunas personas que me torturaban con el tema. Y digo torturar porque así lo sentía: que te presionen para comer solo genera más rechazo.

Tras pasar varios años trabajando en call centers donde solo tenía 20 minutos para almorzar, o mejor dicho, para pararme, calentar mi plato, comer y volver a mi puesto, pasé a un trabajo tradicional de 9 horas donde descubrí la maravilla de tener una hora de almuerzo. Como la oficina estaba en Palermo (Buenos Aires), la gran zona gastronómica de la ciudad, me daba el lujo de ir probando otros platos, en general sola. Creo que fue ahí, en la libertad de comer sin que nadie me juzgue cuánto ni qué, que empecé a disfrutar en serio la comida. En mi casa siempre comía bien y lo disfrutaba, pero el tema era cuando lo hacía en público.

Aun así, la gente seguía hablando, porque eso les sale muy bien. En los últimos 6-7 años fui engordando, muy lentamente. Quizás por la edad, porque disfruto más la comida o porque trabajar por mi cuenta me ha quitado de encima la presión y el stress de un trabajo convencional. Aumenté unos 10 kilos y sigo siendo delgada. No sé si recibo menos comentarios idiotas porque no ando conociendo gente todo el tiempo o simplemente porque luzco mejor.

Es curioso, si lo pienso. El mundo de la estética gira en torno a las dietas, las pastillas para adelgazar y los ejercicios milagrosos para perder kilos en una semana, pero cuando eres flaca, ahí están todos dispuestos a lanzar munición pesada, a cuestionarte, a humillarte y a decirte que debes comer más, para después callarse la boca si resulta que te terminas pasando al otro lado de la balanza.

Mi índice de masa corporal actual dice que tengo peso normal. Pero no tardará en aparecer alguien sorprendido por el tamaño de mi muñeca, dispuesto a medir el diámetro de mis huesos, porque eso es lo importante, ¿no?

Mientras pensaba en esta nota y hacía un recorrido por todos los episodios que he vivido por ser “demasiado delgada”, me preguntaba hasta qué punto esto me ha afectado. Si bien agradezco que siempre tuve claro que el problema es de los otros y jamás, créeme, jamás modifiqué mis hábitos para intentar satisfacer a otros, me doy cuenta que me afectó profundamente la autoestima y la forma en que me desenvuelvo en público. En algún punto llegué a creer que era el precio que debía pagar por tener la fortuna de comer y no engordar.

Pero todas estas frases nefastas me han logrado convencer, a un nivel profundo e inconsciente, de que soy débil, pequeña y frágil. Que soy poca cosa y que los demás tienen más fuerza y más poder que yo. Que mi contextura física determina mi inferioridad ante otras personas más altas,más corpulentas, más extrovertidas o que simplemente hablan primero. Cuando buena parte de tu contacto con el mundo está signado por cuestionamientos sobre “tu problema”, es difícil que una parte tuya no se lo crea.

Solo ahora, al ponerlo en palabras escritas, me doy cuenta hasta donde me afectó, hasta qué punto aquellas frases que naturalicé y a las que me acostumbré, estaban mal. Ahora, el siguiente paso es el humor. Es saber qué responder, para dejar en evidencia -quizás no la maldad- pero si la estupidez.

Como y no engordo, señores, el sueño de muchos. Y no, no voy a pedir disculpas por eso.

 

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